Insurreción interrupta

En medio de la turba no se puede respirar. La voz ronca del pueblo, las horcas, las gargantas secas, las antorchas todavía innecesarias que nos ciegan por encima de la ira con su humo negro, los gritos enfervorecidos de muerte. Nada tiene mucho sentido con tan poco aire en los pulmones pero las venas de sangre roja, y negruzca a ratos, no buscan aire, no se guían por el sentido, ni por el común, que de tener tanto se quedan sin propio. Siguen a una deidad distinta: Ananké. Bullimos todos juntos con inefable compulsión, aunque carentes de pendón o bandera, esa nos la invetaremos luego. Ya falta poco para llegar, el palacio real parece cada vez más grande. ¿O es que de inmenso nos resulta cercano cuando en realidad dista millas y millas? Certera metáfora óptica. Más cuando llegamos se nos caen las manos a los costados y la ceguera de los ojos al grito de ¡alta traición! que sale de las vidrieras emplomadas.

Los aceites se han derramado. La mujer se torna horrísona y trata de evitar que las llamas la conviertan también en una tea. Desde el suelo le llegan los últimos gemidos de su Majestad cuya muerte ha decidido considerar los estertores poco pertinentes, hay prisa. En las empuñaduras repujadas de oro y joyas enterradas en su pecho danzan los reflejos de las llamas que lo envuelven comiéndose los óleos. Pero la mujer está tan aterrada que no es capaz de traer a la mente los versículos ciertos acerca de las espadas candentes.


(“...y de la boca de los reyes de la tierra brotarán espadas candentes...” Libro primero del Apocalipsis y Mi reino por un poco de caballo de Def con Dos)