Te quiero, mi lienzo de desahogo,
amo tu blanca limpieza.
En ti soy yo quien es, no en otro,
el del espejo, de la mirada esquiva.
Volvamos al comienzo, cuanto estamos tú y yo,
y luz y tinta y mesa,
escogidos por las musas, ambos en cénit de mayéutica,
en la vorágine caligrafiando el alama, estertórea y densa.
Nuevo génesis -¿síntesis?-.
De la definición al circunloquio hipotético:
¿Algalia? Linfa felina de perfumería.
Meniña (nínfula prenabokovsiana) gaiteira.
Pero ódiote, aborrézcote, y pregúntome
porque tú no me detestas.
Si te hiero, se hiendo con mis agresivos trazos.
Nunca tal estoicismo encararon tan siniestras cosquillas.
Y a veces miéntote,
sin mentirte nunca.
Porque mi sinceridad de soñador quijotesco
no es más que mentira encubierta.
Dormido sofisma de esperanza. Hastío.
Ínfimo consuelo de infante.
Hete aquí el postrer remordimiento que me queda;
seguir creyendo, iluso, yo -¡loco!-, que escuchas y piensas.
Te quiero, velado carrete de fotos cínicas,
más tarde te quemo, furtivo usufructuario del tiempo.
Eres señales de humo que matizan la celesta cenicienta,
víctima colaterar – o verdugo- de esta, mi esquizofrenia,
de las drogas de diseño, quizás de la absenta.
Ahora envídiote.
Vuelas, abyencta inyección exigua,
sin querer te he otorgado lo que me quitas.
Y con esto remato esta ordalía.
(Curiosa ordalía la autopsia, casi sugiere unos versos petrarquistas;
Bisturí que galantea con los hongos, que campan cual zagalas en los más amoeni loci de la meseta.)